Se da por sentado que los títulos universitarios son la llave al ascenso social, pero la realidad muestra lo contrario: hoy, la probabilidad de que un egresado en el Perú termine desempleado o subempleado es mayor que la de conseguir un trabajo estable y bien remunerado. La universidad se ha convertido en una fábrica de frustración que reparte diplomas mientras expulsa profesionales al mercado informal.
¿Por qué seguimos celebrando el “título universitario” como un trofeo, cuando estadísticamente significa precariedad? ¿No será que insistimos en formar “intelectuales de escritorio” para un mundo que ya no los necesita? ¿De qué sirve un cartón colgado en la pared si no garantiza ni trabajo ni dignidad?
En el Perú, desde hace más de 40 años se exigen 10 semestres para obtener una licenciatura, cuando en gran parte del mundo bastan 8. Aun así, resultan excesivos frente a la velocidad con que cambian los conocimientos y el mercado laboral. El desfase es tan grande que graduamos jóvenes ya desfasados el día que reciben su diploma.
Se habla de educar para el emprendedurismo, pero ¿no será que lo convertimos en otro fetiche académico, enseñado con herramientas pedagógicas obsoletas y cursos llenos de teoría desconectada de la realidad?
Hoy el sistema escolar y universitario es un productor neto de desempleados ilustrados. Si queremos un país que valore la educación, toca repensar radicalmente qué significa “formar para la vida”: universidades con enfoques y estructuras curriculares más realistas, menos títulos simbólicos y más aprendizajes útiles, menos promesas vacías y más empleos reales.