En la imprecisa ecuación de la política el movimiento bolchevique siempre tuvo en claro que el poder es la ley suprema y que todo, a su lado, es ilusión. Para eso, para obtener y conservar el poder, los bolcheviques muy pronto aprendieron que la persona que ocupa la cima de la montaña es irrelevante. Lo verdaderamente importante es ocupar la cima, asaltar y conquistar el palacio de invierno, defender el cuartel a toda costa. Como es natural, en el devenir de los acontecimientos, los actores perecerán. Pero el poder político efectivo se encuentra encarnado en el trono, en el lugar físico, en el sitio concreto, que al fin y al cabo es el gran símbolo de la conquista del Estado. El trono debe ser conquistado para que los reyes se sucedan en el tiempo. Los reyes mueren y el trono permanece.
Esta regla simple del poder fue ampliamente meditada por los bolcheviques. Por eso, en el proceso de conquista del Estado, el movimiento bolchevique no duda en sacrificar lo que su variante maoísta denominó “la cuota”, esto es, el grupo de camaradas que deben ser inmolados para que el poder pueda ser capturado y conservado. La conquista del poder implica una cuota grande de sacrificios y de sacrificados. La democracia formal burguesa tiene unas reglas jurídicas que no coinciden con esta lógica feroz de conquista y expansión. El movimiento bolchevique, con tal de conservar el poder, sacrificará ministros, viceministros, cancilleres, congresistas, asesores, etc. Lo único importante es que en cuanto estos son defenestrados, inmediatamente, alguien ocupa ese mismo lugar.
¿Se deteriora la democracia ante una situación semejante? Por supuesto. Ahora bien, para el movimiento bolchevique, ¿es la democracia superior a la revolución?