A Pedro Castillo se le puede tolerar su escasa preparación para el cargo de presidente del país (la Constitución no pone límites en ese sentido). Se puede tolerar que sea incluso un tipo improvisado y sin capacidad de liderazgo, a juzgar por todo lo visto hasta ahora. Se le puede tolerar, aunque no dejar de señalar, su ausencia de grandes ideas y proyectos claros en relación al manejo del país. Y se le puede tolerar su verbo errático, sus discursos cantinflescos y torpes a ratos. Pero lo que el país ya no está dispuesto a tolerar, queda claro, es otro presidente embarrado en actos de corrupción.

Es verdad que aún no podemos aseverar su participación directa en actos de corrupción, pero lo que queda meridianamente claro a estas alturas es las evidencias de irregularidades groseras en su entorno más cercano, y las sospechas de que por lo menos Pedro Castillo debió tener algún tipo de conocimiento. Aquí quedan dos opciones: o es demasiado inocente y obtuso (por no decir otra cosa), o es un corrupto y/o avalador de corruptos. No hay otra.

Vamos a esperar cómo se desarrollan los hechos en relación a las declaraciones de Karelim López, que también deja dudas, es cierto, y que hasta ahora también ha mostrado ambigüedades sobre lo que sabe y puede confesar. Pero a estas alturas huele muy mal todo alrededor de Castillo.

Basta ver solamente sus silencios cuando pasó lo de los 20,000 dólares de su exsecretario Pacheco, la forma en que sacó a su ministro con mejor aprobación, Hernando Cevallos, y sus erráticas designaciones en cargos de confianza que parecen apuntar a objetivos oscuros y cómplices, antes que a objetivos concretos a favor del país.

Será una nueva decepción si se confirma lo que parece evidente. No por Castillo, sino por ese Perú olvidado que vería, una vez más, la traición de alguien que se vendió como uno de ellos.