La independencia e inamovilidad judicial son principios interdependientes cuya vigencia garantiza la autonomía del Poder Judicial. No basta con su proclamación formal en la Constitución: su efectividad real exige coherencia institucional y funcional dentro del sistema de justicia. Surge entonces la interrogante sobre si una judicatura verdaderamente autónoma debe componerse por magistrados designados y ratificados por órganos igualmente independientes, con jueces y fiscales formados por entidades especializadas, aun cuando estas puedan estar expuestas a cierta politización desde el ámbito académico o desde organizaciones no estatales.

La independencia judicial requiere, además, el fortalecimiento de otras dimensiones de autonomía institucional: económica, al permitir la definición y administración del presupuesto judicial; administrativa, mediante la capacidad de organizar su estructura y seleccionar personal propio; y formativa-jerárquica, para capacitar, nombrar y promover magistrados conforme a criterios objetivos, meritocráticos y sostenibles.

Dado que la historia de nuestras asambleas constituyentes no logró implementar un modelo completamente despolitizado de ingreso, ascenso y control interno jurisdiccional, resulta preferible que sea el propio Poder Judicial—como tercer poder del Estado— quien asuma la implementación de estos principios para no repetir fórmulas que se resumen con la frase: “todo para los jueces, pero sin los jueces”. Si bien no estaremos exentos de riesgos, la experiencia justifica que sean los propios jueces quienes propongan alternativas, siempre sujetas a su validación mediante reformas constitucionales y legislación reglamentaria pertinente.