El triunfo de Rafael López Aliaga representa, políticamente, una bocanada de aire a un ambiente enrarecido por la gestión de Pedro Castillo y una suerte de represalia contra la izquierda a secas y contra la izquierda caviarizada que impuso al impresentable representante de Perú Libre en 2021 pese a que ya se conocía de él el lastre que arrastraba al haber liderado el Conare Sutep, un gremio vinculado al Movadef.
La lógica de muchos votantes capitalinos ha sido: Si ese sector intolerante prefirió a un prosenderista sobre el país, si hizo prevalecer su odio sempiterno a Keiko Fujimori y a Fuerza Popular por encima de lo que la lógica del mal menor indicaba, pues a mí no me interesa que un conservador, derechista religioso e inexpresivo empresario, con escasas luces intelectuales y nula oratoria se haga de la alcaldía de Lima. Pues, seamos sinceros, López Aliaga no abunda en luces y apenas deja para la duda si será posible que traslade su éxito empresarial, su pragmatismo metálico y su eficacia a una gestión de por sí compleja y que requiere de un apoyo del gobierno central.
El triunfo del candidato de Renovación Popular ha sido más político que vecinal, más visceral que pensante y más de revancha que de reconciliación. ¿Los que votaron así lograron su propósito? La respuesta es sí. Vastos sectores de izquierda están acusando un fascismo que ellos mismos profesan. Si a ellos no les importó que un docente inepto, un personaje mononeuronal y un dirigente sindical ligado a la escoria de la subversión se haga con el cargo más importante del país, ¿podría importarles algo a los electores de Lima que Rafael López Aliaga, con todos sus defectos, dirija la ciudad? El segundo cargo más importante de la estructura política del Perú ha sido tomado por la oposición y se ha ganado un contrapeso que incomodará mucho al precario vecino de la Plaza de Armas de Lima. Podrán decir lo que quieran, pero no es poca cosa.