Uno de esos grandes amigos que la Providencia nos coloca en el camino de la vida me dijo, poco después de conocerlo, que “no hay que subestimar la enorme capacidad del pueblo norteamericano para regenerarse”. En efecto, en los pueblos, en especial en aquellos que reciben importantes transfusiones de sangre de todo el planeta, existe una enorme capacidad de regeneración, una especie de élan vital que los impulsa a asumir su destino contra viento y marea. Eso existe en los Estados Unidos y se percibe con más claridad en momentos como el de la elección de Donald Trump. La autoconciencia de la propia grandeza, del destino manifiesto, forma parte de aquellas naciones que han dejado su marca en la existencia de la humanidad.
Sucedió en el Perú en ciertos instantes de nuestra historia. Pienso en los momentos estelares del Imperio Inca y del Virreinato, me vienen a la mente las encrucijadas que nos hicieron relevantes a nivel mundial. Las hemos tenido y las hemos olvidado, sepultando nuestra verdadera memoria política en la rutina grisácea de la mediocridad estatal. Las grandes naciones son conscientes de cuál es su destino y no temen preguntarse, cada cierto tiempo, si están en el sendero correcto. Lo que diferencia a los grandes pueblos de aquellos que están condenados a la irrelevancia es esta capacidad de reconocer su camino y echarse a andar, contra viento y marea, aunque todo conspire contra ellos.
Esa es una fibra que ha tocado Trump en su país. Invocar la grandeza de la propia patria, esa grandeza esquiva y perdida, esa grandeza demostrada a lo largo de la historia, sirve como motor y gana elecciones aplastando al enemigo. Porque la grandeza es un sueño compartido y une a los pueblos. La otra política, la de la exaltación egoísta de la propia voluntad, ha fracasado una vez más.