La toma del Capitolio ha sido un episodio penoso y criticable que los enemigos de Donald Trump le endilgarán a su pasivo. Lamentablemente, su manejo del post-electoral de las muy cuestionables elecciones de noviembre, no fue el mejor. Pudo fijar su punto del desacuerdo con el resultado y de sus sospechas de fraude, pero aceptarlo igual, ante la evidencia de que el poderoso tándem político-mediático de Washington no le iba a permitir prosperar en sus reclamaciones, por más justificadas que fueran. Pero erró en el cálculo y al final, todo se le escapó de las manos. Nixon lo hizo en 1960 cuando perdió dudosamente las elecciones ante Kennedy: se “comió el sapo” para salvar la imagen de la democracia estadounidense.

Trump tuvo el carácter, el coraje y la determinación para enfrentar al socialismo en todas sus formas, así como para denunciar y visibilizar deep state norteamericano y a la burocracia dorada de muchos organismos multinacionales. Además, para superar los obstáculos que le puso la prensa mundial en todos y cada uno de los días de su gobierno y para plantarse ante China y Corea del Norte, países que hacen temblar al resto del mundo occidental y hasta a predecesores del propio Trump. Por si fuera poco, es el primer presidente norteamericano, desde Eisenhower, que no inició una guerra. Y fue impulsor de la recuperación económica antes de la pandemia, así como del desarrollo de múltiples vacunas anti Covid-19 que ahora están disponibles o por salir.

Este legado, que es aún mayor, es lo que me suscita admiración y respeto. No los hechos violentos del Capitolio. Trump ya había establecido su punto en las mentes de la mitad de sus compatriotas, el cual devino en el mar humano de la movilización de Washington que señalizaba el enorme apoyo a su causa. Ahí debió quedar y no escalar a la violencia. Y aunque su legado seguirá ahí, ahora su futuro es incierto. Mal cierre.

Eugenio D’Medina postula al Congreso por Avanza País

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