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El frustrado golpe de Estado en Turquía ha alertado al gobierno del presidente Recep Tayyip Erdogan. No es para menos. De haber prosperado, Turquía, en la hipótesis de estar gobernado por un puñado de militares cansados de la inestabilidad política y de un gobierno que no ha podido neutralizar los continuos atentados terroristas y las protestas de otros grupos que han venido por sus pretensiones alterando la normalidad del país, la hubiera llevado a un estado de inestabilidades hacia un horizonte conflictual insospechado.

La vulnerabilidad de Turquía no es un secreto. Cuenta con la nación kurda que aspira a formar el Estado del Kurdistán con las porciones de esa nación en Siria e Iraq. Pegado a ello, Siria, su vecino, es sin duda el Estado más violento del Medio Oriente y ello ha tenido un innegable impacto para la paz en Turquía.

El gobierno de Erdogan está mostrándose sumamente reacio con los que intentaron la empresa golpista. Al comienzo se habló de acusarlos de traición a la patria y hasta de aplicar la pena de muerte. Recientemente han sido dados de baja más de 149 generales y militares de diversas graduaciones. Está claro que Erdogan quiere asegurarse de que aplacando la intentona golpista podrá mantenerse en el poder.

Todo es puro relativismo político. Turquía, que se ha venido mostrando como un país con enormes grietas en su composición político-social, no ha podido superar diversos estragos intraestatales. Por ejemplo, la falta de una definición geopolítica no le ha permitido profundizar su mirada exterior para alcanzar su anhelada aspiración de ser parte de la Unión Europea.

Erdogan no puede ensangrentar el país con sus medidas febrilmente coactivas que hasta han llevado al suicidio a algunos de los sufridos golpistas. Tiempo requerirá para volver a asentarse el poder político del actual gobierno.