La luz de Joseph Ratzinger se ha apagado para el mundo pero empieza a brillar en la eternidad. Benedicto XVI fue un papa capaz de llevar la teología a niveles fundamentales para nuestro tiempo, recordándonos que la reflexión sobre la fe tiene que estar ligada a la realidad en la que actúa la Iglesia, el cuerpo vivo de Cristo.

En efecto, Ratzinger fue el papa de la realidad, como ha recordado mi maestro Rafael Domingo en una columna publicada en CNN. La realidad debe ser regenerada por el cristianismo que siempre tiene una voluntad operativa, un afán transformador y regenerador. Todo es elevado por el mensaje de Cristo y por eso Benedicto XVI nos recordó en su magnífica obra sobre Jesús la centralidad del Dios hecho carne, del Mesías que vino a elevar todas las realidades humanas, hasta hacerlas nuevas.

Pienso en la obra descomunal de Ratzinger centrada, siempre, en la comunión de los hombres en torno a la Iglesia. En su ejemplo histórico al demostrar que es posible renunciar sin dobleces, con el ánimo de cooperar con el cuerpo místico de Cristo. En un mundo plagado de falsos profetas que se sienten dueños eternos de un poder siempre efímero, el desprendimiento de Ratzinger descolocó a todos. Muchos dijeron que “de la cruz no se baja” olvidando que Cristo prometió que, suceda lo que suceda, el mal no prevalecerá en su lucha contra la Iglesia. Los Papas pueden renunciar, estar equivocados, jugar para la tribuna, ser políticamente correctos y hasta ingenuos ante el poder secular. Pero nada destruirá a la barca de Pedro por una sencilla razón: Cristo vela por todos, aunque ahora parezca que está dormido.