Desde el año 2015 soy un bígamo profesional. Que no se malentienda: además de mi labor cotidiana de periodista en este diario que me acoge, desde ese año empecé a desempeñarme como docente universitario a tiempo parcial. Me gusta la docencia, me apasiona de un modo similar a como me apasiona el periodismo, y esto porque imparto clases justamente sobre este oficio.
Pero desde el año 2020 las cosas cambiaron para los docentes, como bien sabemos. La pandemia nos recluyó en casa y desde ahí tuvimos que aprender, a la mala, a ser profesores virtuales, a dar clases de manera remota. Le dijimos hasta pronto a eso de pararse ante chicos y chicas e intercambiar diálogos presenciales; le dijimos atrás a los rostros vívidos de los estudiantes.
Las clases virtuales fueron un desafío y un aprendizaje. Fue caminar en un terreno desconocido y novedoso, experimental. Nos ha dado satisfacciones, no se puede negar. Sin embargo, a estas alturas siento que eso ya se agotó. Como experiencia enriquecedora está bien, pero necesitamos estar en un salón de clase para vivir la real experiencia de la enseñanza-aprendizaje.
La virtualidad nos hizo aprender a manejar las herramientas tecnológicas, a descubrir nuevos mundos y posibilidades para estimular a los estudiantes. Pero eso no es todo. Al cabo de un tiempo los estudiantes sienten y saben que ahora no necesitan estar al cien por ciento en la sesión de clase porque para eso están las grabaciones, los podcast, las sesiones asincrónicas. Y entonces el docente no sabe bien cuándo es escuchado y cuándo están los chicos en línea y sin estar en realidad en clase. El docente, finalmente, cae en ese mismo marasmo. Se acostumbra a la dispersión y a las sesiones áridas, en línea y sin conexión real.
Y en ese contexto solo queda esperar. Las clases virtuales han sido un aprendizaje, pero urge recuperar la experiencia real del aprendizaje.