La prisión preventiva dictada contra Martín Vizcarra no puede verse solo como una medida judicial ordinaria. En el Perú, un país golpeado por la corrupción, esta decisión constituye un gesto público de enorme trascendencia política y moral. Quien ocupó la más alta magistratura de la República hoy enfrenta la justicia en condiciones que buscan garantizar un juicio imparcial, impedir su fuga y, sobre todo, enviar un mensaje inequívoco de que nadie está por encima de la ley.

La conducta desafiante del expresidente, su intento de presentarse como víctima y su negación de responsabilidades, contrastan con la contundencia de las pruebas acumuladas en su contra como gobernador de Moquegua. Los delitos imputados, que pronto recibirán condena definitiva, reflejan cómo el poder fue utilizado en beneficio propio y no en favor del país, actitud que continuó durante su presidencia de la Nación, la cual merecerá otro juicio que pondrá bajo la lupa los severos cuestionamientos por la alta mortalidad durante la pandemia en nuestro país. Más allá de lo jurídico, esta decisión tiene un profundo valor educativo y ético. En una sociedad donde la corrupción penetra instituciones y gobiernos, es indispensable mostrar que el castigo alcanza a los más poderosos. La prisión preventiva de Vizcarra es una instrucción moral para toda la población, especialmente para los jóvenes, que observan con desánimo la impunidad de las élites. El mensaje es claro: la corrupción destruye democracias, corroe el estado de derecho y traiciona la confianza. Por ello, el encarcelamiento preventivo del expresidente es una reafirmación de que en el Perú el imperio de la ley aún puede prevalecer. Muchas veces hemos criticado las prisiones preventivas arbitrarias y por persecución política, este no es un acto de venganza, es una lección que la sociedad necesita y que la historia sabrá valorar.

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