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Keiko Fujimori asumirá el poder el 28 de julio con dos pasivos graves de la campaña y que deberá corregir de inmediato. Se trata de los casos de Joaquín Ramírez y José Chlimper. En el primero de ellos, ya se ha dicho, ha optado por la conveniencia de ponerlo de costado, es decir, de tenerlo agazapado en la trastienda del poder hasta después del 5 de junio, cuando el triunfo de Fuerza Popular se consume. Una actitud sospechosa e indigna de quien busca ser una jefa de Estado. Lo de Chlimper no es menos escandaloso. No solo porque carece de explicación tener a un candidato a vicepresidente haciendo las veces de mercachifle de primicias manipuladas y no solo por los oscuros antecedentes de las relaciones entre el fujimorismo de los 90 y los medios de comunicación. Sino también, sobre todo, por la torva respuesta de Keiko en el debate, en el que lejos de enfatizar una distancia crítica, enalteció la “transparencia” de Chlimper de entregar la información a Pedro Arbulú, de Canal 5. Algo está mal en el fujimorismo si cree que el país puede dar como válido un argumento tan grotesco y se puede aceptar como defensa una respuesta que daría risa si no supiese a burla. Algo está mal si asume que tragamos, engullimos y digerimos la versión de que Ramírez ha perdido su poder y sus casas y carros ya no son el cenagoso soporte logístico principal de la campaña de FP. Algo está mal si la candidata sostiene, sin ruborizarse, que no le pregunta a su entorno de dónde proviene el dinero que poseen. Desde el 28 de julio, Keiko está condenada a ejercer el gobierno de la asepsia, de la impolutez absoluta, de la pureza inmaculada, y los casos descritos líneas arriba no son buenos antecedentes. Debe cortarlos de raíz. No es una alternativa, no es una opción, es una exigencia. Ella, debería saberlo, no tendrá concesiones.