Toda revolución tiene como objetivo la subversión del orden político y el reemplazo de una elite por otra. Leer la historia es el gran objetivo político de los revolucionarios que buscan interpretar el momento radical para así aplicar la violencia dosificada o el terror desatado, todo en función a la adquisición de más poder. Eso es precisamente lo que está pasando en el Perú.

El jacobinismo peruano, en sus diversas acepciones, siempre busca lo mismo: cerrar el Congreso y convocar una Constituyente para refundar la República. Salvo el poder constituyente, todo es ilusión. El orden liberal consolidado en la Constitución de 1993 sería reemplazado por una mezcla de pactismo social demócrata aderezado con el radicalismo filo-senderista. Esta mixtura (cesarismo filo senderista y socialismo de salón) por fuerza es radical y carece de sustento técnico. El empobrecimiento, la miseria popular, la destrucción de las instituciones y el caudillismo muy pronto explotarían en una sociedad debilitada por la ausencia de un proyecto nacional.

Advirtamos los peligros que acompañan a los cantos de sirena del radicalismo marxista. El grito “que se vayan todos” es el viejo lema jacobino que exige guillotina para todos los que no se sometan al pensamiento de lo políticamente correcto. El cainismo es el signo evidente del fracaso social. La división en la res publica es la crónica de una muerte anunciada, la del proyecto nacional. Las grandes naciones se unen en torno a grandes objetivos. Los países condenados a la pequeñez sucumben ante el odio político. Si no saben cómo resolver sus diferencias internas, si no abaten al enemigo interior, ¿cómo podrán conquistar el liderazgo regional? El camino hacia la mediocridad es la división y lo estamos recorriendo.

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