El ministro de Transportes y Comunicaciones, César Sandoval, intentó minimizar la protesta asegurando que el 80% de transportistas no acataría el paro. La realidad fue diferente: la paralización se sintió en Lima y obligó a la presidenta Dina Boluarte a salir con un mensaje improvisado y desesperado, pidiendo a los gremios deponer su medida y sentarse a dialogar. Incluso deslizó la posibilidad de declarar en emergencia el transporte, una amenaza vacía que no esconde lo evidente: la total falta de capacidad del Gobierno para enfrentar a la delincuencia que carcome al sector.

El transporte público se ha convertido en una trampa mortal. Los pasajeros arriesgan su vida cada vez que suben a un bus, colectivo o mototaxi, mientras choferes y cobradores se han vuelto blanco cotidiano de extorsiones y homicidios. Que la presidenta intente responsabilizar a los propios transportistas con frases como “quienes se perjudican más en hacer un paro son ustedes” demuestra la desconexión absoluta entre Palacio y la realidad.

El exjefe de la Dircote, José Baella, dio en el clavo: “esto no es un paro político, es porque la gente, cobradores y choferes están muriendo”. La frase debería ser suficiente para obligar al Ejecutivo a actuar con seriedad. Ni discursos de emergencia ni llamados al diálogo sustituyen lo que hace falta: un plan real, sostenido y eficaz contra el crimen organizado.

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