Decía Alfonso de Lamartine en su novela Graziella de 1852: “¡Cuántas veces he derramado amargas lágrimas, por la suerte de este mundo, abierto a toda clase de tiranías, y donde la justicia y la libertad parecían no haber renacido sino por un momento sólo para ser vilipendiadas, traicionadas y ensuciadas por doquier!” Dicen que solo los que izan banderas izquierdistas pueden sentir estas consignas. Nada más alejado y falso. Reaccionarios, conservadores o de derechas, todos los que resistimos al proyecto colectivista y al ideario woke, también sentimos las desgracias ajenas como un relámpago incrustado en el pecho. Claro que nos interpela la deshumanización de las relaciones sociales, el trato cruel y despiadado, el abismo entre las clases pudientes y las de recursos pecuniarios restringidos. Claro que enardece ver niños que han perdido la idea de futuro, que familias estén privadas de techo, comida y trabajo. ¡No padece más el de izquierdas las desventuras del prójimo! No somos de secos sentimientos como Anaxáreta, esa mujer fría e inconmovible que retrata Ovidio en Las metamorfosis. Estas no son sino ideas esculpidas por la inteligencia progresista para dar forma a su escultura: “La imagen del monstruo de la derecha”. Este escenario exige una multitud de reaccionarios. No seamos espíritus eunucos, carentes de determinación y temerosos del inquisidor de turno. No ahoguemos en la garganta -temblorosos de la burla ácida o la murmuración malintencionada- el sólido argumento. Seamos recios de carácter y lúcidos en el discurso, sino los maestros de la mentira, definirán hasta nuestros sentimientos más íntimos y pasado el tiempo, creeremos que es cierto lo que dicen de nosotros.

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