Cuando llegó la moda del existencialismo, sus amigos más cercanos, conscientes de su devoción por Jean Paul Sartre, empezaron a llamarlo cariñosamente “sartrecillo valiente”. En efecto, la vida de Vargas Llosa, admirado y querido por casi todos los peruanos, ha sido la vida de un existencialista liberal, un hombre que puso la libertad por encima de todo y de todos. Solo así se explica su larga trayectoria intelectual, su independencia tajante, su pulsión autorreferencial tan propia de los que creen que, salvo la diosa libertad, todo es ilusión. Ese enorme talento, la genialidad reconocida en todas partes, siempre estuvo en función a esta independencia, que él trasladaba magistralmente a su literatura.
Por eso, no se equivocaron los suecos cuando, al darle el Nobel, indicaron que lo hacían “por sus afiladas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”. Vargas Llosa fue, sin duda, un hombre rebelde, al estilo de Camus. Tuvo razón Paul Johnson cuando diseccionó a los “Intelectuales” en su magistral obra para llegar a una conclusión: los hombres talentosos, los genios no siempre aciertan en todo y, cuando incursionan fuera del ámbito de su genialidad, suelen equivocarse, en las cosas y en las personas. Allí está Humala preso y más allá, Nadine asilada.
La gloria es cómplice de la genialidad. Vargas Llosa ya forma parte del Perú. Nos define, nos enorgullece, nos interpela. Su talento histórico ahora forma parte de la cartografía del orbe sin fronteras que es la lengua española y de la literatura universal. Es un inmortal. Su mirada peruana, su relación con el Perú, ahora empieza una nueva etapa. Ese es el privilegio de los que portan el fuego. Quieren ser libres y en cambio son Prometeos encadenados a una nación, a un idioma y a un tiempo condenado a pasar.