El regreso de la presidenta Dina Boluarte al país luego de su visita a Japón e Indonesia, estuvo marcado por una decisión de alto impacto político: promulgar la ley de amnistía para policías y militares que participaron en la lucha contra el terrorismo entre 1980 y 2000, a pesar del pedido expreso de la Corte Interamericana de Derechos Humanos de suspender su trámite y del rechazo del Poder Judicial y el Ministerio Público.
La medida ha polarizado a la opinión pública. Para unos, es un acto de justicia y reconocimiento a quienes enfrentaron a las organizaciones terroristas que desangraron al Perú. Para otros, es una puerta abierta a la impunidad de violadores de derechos humanos, un retroceso en la lucha contra la violencia.
Más allá de las interpretaciones, esta ley coloca al Gobierno en una posición de reafirmación soberana frente a organismos internacionales, enviando el mensaje de que no aceptará injerencias externas en lo que considera asuntos internos, más aún si se trata de defender o indemnizar a criminales. Para la mandataria, también significa capital político ante un sector que valora la narrativa de “defensa de los héroes contra el terrorismo”
Sin embargo, la reconciliación que el país necesita no puede edificarse sobre el borrado selectivo de responsabilidades. La memoria, la verdad y la justicia no son concesiones opcionales, sino cimientos de una democracia sólida.