En un país golpeado por la inseguridad, la crisis económica y la desesperanza, la presidenta Dina Boluarte ha decidido otorgarse un aumento salarial de más del 100%. Una decisión que no solo es provocadora, sino absolutamente injustificable. ¿Con qué méritos se premia? ¿Con qué resultados en la gestión? La respuesta es clara: ninguno.

Con niveles de desaprobación que rozan el 100%, Boluarte no solo ha perdido el respaldo ciudadano, sino también cualquier legitimidad moral para dictar medidas que agravan aún más la distancia entre el poder y el pueblo. Su presidencia, marcada por la ausencia de liderazgo, el silencio ante las crisis y la desconexión con la realidad nacional, no es, ni de lejos, ejemplo de eficiencia ni compromiso con el país.

Sin embargo, actúa como si lo fuera. Y lo hace porque puede. Porque tiene a un Congreso cómplice, más preocupado en blindarse que en fiscalizar. Porque las instituciones han sido cooptadas o neutralizadas. Porque desde su núcleo de poder, la presidenta cree que la indignación popular no tiene consecuencias.

Pero sí las tiene. El aumento de sueldo presidencial en este contexto no es simplemente una mala decisión política. Es un acto de desprecio. De desprecio hacia los millones de peruanos que luchan día a día para sobrevivir con sueldos estancados y servicios públicos deficientes. De desprecio hacia las madres que ven cómo la anemia devora a sus hijos, hacia los jóvenes sin oportunidades, hacia las familias que viven con miedo por la criminalidad que no cesa.

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