Ya es inocultable que las expectativas económicas que se vienen son sombrías. Todos los multilaterales coinciden en que el impacto económico global de la pandemia de la Covid-19 será más fuerte de lo esperado inicialmente. De hecho, el último estimado del BCRP arroja un 12.5% en negativo este año, lo que representaría la caída más fuerte del PBI en los últimos cien años. Lo cual guarda coherencia con el reporte del INEI que indica que la actividad económica se hundió un 40.5% interanual en abril, configurando el peor registro mensual histórico. En este contexto, el gobierno nos repite, una y otra vez, que no podremos volver a la normalidad pre-Covid. Traducido en frío lenguaje económico, significa que muchas empresas, o cerrarán o trabajarán a menor intensidad, lo que repercutirá en menores ingresos. En paralelo, sus costos aumentarán por los protocolos de seguridad necesarios. Como resultado, muchos perderán sus trabajos y aumentará la informalidad. Pues bien, este esfuerzo que se pide al sector privado, en especial, a la parte de él que representa la clase media emergente, debe tener una contrapartida en un esfuerzo público. ¿O acaso el Estado también no debería entrar a una nueva normalidad? ¿O sólo los ciudadanos de a pie y las empresas privadas tenemos que pagar el costo? ¿Qué hacer entonces? Primero, que el Estado de una vez por todas, con las leyes que haya que sacar adelante, se redimensione rápidamente. Ya no se puede mantener ejércitos de burocracia en programas – e incluso, ministerios enteros - que ahora, en medio de la crisis, resultan prescindibles. Y segundo, que el gobierno se decida a gatillar proyectos dormidos (Tía María, Conga y más) y que ponga más bien a dormir a los elefantes blancos (Talara, Chinchero, entre otros). Ya no nos “sobra la plata” como nos gustaba creer. Ojalá esta nueva normalidad sea la gran oportunidad de completar reformas inconclusas en la línea correcta.

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