El nacimiento de nuestro Señor Jesucristo es el acontecimiento capital de la historia universal, su nacimiento da sentido al mundo y su presencia eficaz compone corazones descompuestos por el odio, la envidia, la soberbia, y demás vicios. La encarnación del Verbo divino se hace presente en el mundo, por medio de la dulce María, madre de la segunda persona de la santísima trinidad.

La belleza de la Navidad, es de tan alto grado, que -contradiciendo al poeta Vallejo-, no hay más espacio para el empozamiento de todo lo sufrido en el alma. Jesucristo se entroniza en la sociedad, por eso la reconciliación es multitudinaria, los disentimientos se relajan, se impregnan los hogares de la fragancia divina y el corazón se embriaga con aguas purísimas. No es casual que el director Frank Capra, en su preciosa película ¡Qué bello es vivir! de 1946, haya decidido disolver el arraigado avinagramiento de la vida del personaje principal, en tiempos navideños.

La película retrata la vida de George Bailey, un hombre mordido por la desesperación, su compañía de empréstitos quiebra, los problemas financieros lo ahorcan con la fuerza de la más poderosa de las serpientes, siente vivamente el aguijón de la desolación, dice como Job: “Ojalá no hubiera nacido”, y en el momento de mayor desesperanza piensa en el suicidio.

Pero, la milagrosa intervención de un ángel, trastoca por completo su vida, le muestra qué hubiera sido del mundo sin él; si no hubiera existido, se da cuenta que su vida es esencial, “que la vida del hombre afecta muchas vidas”. Bailey, se arrepiente de sus dichos, su corazón vibra de alegría, quiere volver a vivir, abraza a su familia, renace. Todo esto ¡ocurre en Navidad!