Al cierre de esta columna, en la tarde/noche de ayer, el Gobierno iba camino a consolidar uno de los papelones más grandes de su lamentable gestión. Bajo la intención de suministrarle un antídoto a Gustavo Adrianzén en el camino inexorable a su censura, cambió a tres ministros y causó la tormenta perfecta: El convencimiento de las bancadas de que esta gestión ministerial tenía que llegar a su fin.

En sí mismos, los cambios no aportan nada a la ausencia de dinamismo que caracteriza al régimen y, más bien, inocula una dosis de nerviosismo al colocar en el MEF al genuflexo Raúl Pérez-Reyes. Ello porque aunque la labor de José Salardi no era una maravilla, era depositario de la confianza del mercado, de los inversores y le daba a la economía una dosis mínima de estabilidad.

Es decir, Dina Boluarte desinfló el que quizás sea el único globo de oxígeno que flota por cuenta propia y que permite al país convivir con la resignación de que este periodo acabará pronto y que, dentro de todo, la senda económica está en piloto automático y viabiliza la supervivencia.

Entre todo ello, la tenaz, incesante e inclaudicable voluntad del Ejecutivo para machacar la tecla del error, lo hace plantear un aumento de sueldo a la presidenta o

un viaje al Vaticano para asistir a la entronización del papa como si un orden, una seguridad y una prosperidad finlandesa recorriera las venas de este país enfermo.

¿Habrá más? Parece que sí. Los rumores del eventual reemplazo de Adrianzén son de terror y apellidos funestos como los de Santiváñez, Quero o Arana enrarecen aún más el irrespirable ambiente, en el que pronto se pueden introducir pronósticos de vacancia.