Unas de cal y otras de arena: el acierto de la continuidad de los movimientos regionales y lo negativo de no permitir la reelección de gobernadores regionales y alcaldes provinciales y distritales. Aunque no todo lo que brilla es oro, debemos tener en claro que una mayor participación ciudadana consolida la democracia contra quienes tienen propuestas antisistema. En las últimas elecciones de 2022 participaron 10 partidos políticos y 85 movimientos regionales, una oferta que ocasionó la proliferación de “independientes”. No quiero decir que estos sean una perita en dulce. Un buen grupo se ha ganado a pulso el rechazo de un sector de los ciudadanos por postular a algunos impresentables a cargos públicos, quienes terminaron estafando al electorado. En algún momento, durante el gobierno de Martín Vizcarra, la no reelección de autoridades regionales y locales fue un voto de castigo por parte de los ciudadanos, quienes estaban cansados de actos de corrupción. También fue una estrategia del gobierno de turno para debilitar a quienes se oponían a su continuidad. Cuatro años no son suficientes para mostrar una gestión eficiente. Es verdad que la continuidad de un gestor no garantiza un buen gobierno; pero, también es cierto que el primer año es una herencia, con muertos y heridos, de la autoridad saliente. De esta manera, recién el segundo año se muestra una planificación genuina. Por un lado, esperamos que la participación de los movimientos regionales tenga una mayor fiscalización a la hora de presentar a sus candidatos: la designación de delegados, lamentablemente, no garantiza la transparencia de la elección. Por el otro, el hecho de que los gobernadores regionales no pueden hacer campaña a su favor no reduce el riesgo de apoyar con la maquinaria al postulante de su agrupación política.