Decía Víctor Andrés Belaunde que el Perú es una síntesis viviente que debe ser preservada de diversas desviaciones y enemigos y que todo aquello que atente contra la unidad nacional debe combatirse sin descanso. Pienso en ese gran arequipeño mientras contemplo desfilar en la Castellana de Madrid a los representantes de diversos ejércitos hispanoamericanos que engalanan el día de la hispanidad. Hace diez años, cuando regresé a vivir a Lima, el falso indigenismo de los Humala buscaba enfrentar a unos contra otros. La división, el sectarismo, ese revanchismo que nace siempre de la más profunda mediocridad emergió apoderándose del gobierno y jaqueando cualquier intento de unidad.
Han pasado varios años y el país continúa siendo el mismo Campo de Agramante, el territorio en el que luchan todos contra todos. La guerra civil política ha destrozado las instituciones, rebajando el Derecho a un instrumento de venganza y liquidando cualquier intento de oposición. Ante una democracia diezmada el radicalismo no tarda en emerger. Esto que en teoría política es un escenario bastante estudiado, en el Perú encuentra su comprobación fáctica. Los próximos años verán al radicalismo brillar en todo su esplendor.
¿Qué país puede construirse bajo el prisma radical? Todo radicalismo, toda exacerbación de un principio, termina degenerando en un cainismo de uso popular. El sectarismo no solo compromete la propia viabilidad de un proyecto nacional. El sectarismo siempre destruye, tarde o temprano hace colapsar a la sociedad. Pensemos un poco en la historia universal, si me apuran, en la propia historia del Perú. Del cainismo populista nada bueno, nada noble puede crecer. En esto pensaba este doce de octubre, día de la hispanidad: ¡Cuántas cosas grandes y buenas nacen del principio de la unidad!