Mario Vargas Llosa es un personaje que despierta sentimientos encontrados. Por un lado, es inevitable reconocer el legado del laureado escritor, del intelectual que encumbró el prestigio de un país con su obra, potenciada con el único Premio Nobel que hemos obtenido y que lleva al arequipeño a ser considerado, con justicia, un mito viviente de las letras castellanas. Del otro lado, el grave error de MVLl no ha sido como algunos creen inmiscuirse en la política en un momento en que él interpretó que el país lo necesitaba (su derrota de 1990 ante AFF), sino en haber germinado en esa experiencia un odio inmisericorde, un revanchismo cruel e ilimitado que lo llevó a apoyar sin atenuantes a cualquier rival que impidiese un triunfo electoral de los sucesores de Alberto Fujimori. Por eso, no se explica por qué hasta ahora, en numerosas entrevistas y declaraciones, el autor de Conversación en La Catedral no haya ofrecido al país las excusas que corresponden por su determinante aval a las candidaturas de Alejandro Toledo y Ollanta Humala, cuyas presidencias no hubiesen existido sin su apoyo decisivo. Excusas, decimos, porque es evidente que los ahijados de Vargas Llosa, sus engreídos, a los que apapachó el 2001 y 2011 presentándolos como la versión ética e inmaculada que él encarnó en 1990, parecen estar embarrados hasta el cogote en el fango de la corrupción que el escritor tanto fustigó cuando del fujimorismo se trataba. Ahora que celebra su cumpleaños por estos lares -en medio de dramas e inundaciones- no estaría de más que exprese el mea culpa que tiene pendiente.