El último cuento de Vargas Llosa, “Los vientos”, nos llama a la reflexión sobre las diversas nociones de libertad que defiende la sociedad de nuestro tiempo. Una libertad irrestricta, luciferina, egoísta y maniquea es capaz de crear un mundo distópico donde la dictadura de lo políticamente correcto se impone anestesiándolo todo, creando una especie de falso mundo feliz en el que todos los placeres son permitidos con el fin de consolidar un nuevo tipo de esclavitud.

Contra esto se rebeló el cristianismo primitivo y continúa rebelándose allí donde se nutre de sus raíces más auténticas. Sin embargo, ante la derrota de los diversos “pensamientos fuertes” de las ideologías, incapaces de mostrar avances concretos ante la realidad, es el pensamiento débil el que ha logrado masificarse, moldeando nuestro tiempo y convirtiendo a la persona en un instrumento de las pasiones, ausente de compromisos y reo de un relativismo en el que todo vale porque nada importa. Ese es el signo de nuestro tiempo. Hemos pasado de la rebelión de las masas a una nueva esclavitud social, donde el instinto y la satisfacción de nuestras necesidades primarias se impone ante el imperativo de pensar racionalmente las grandes preguntas de la existencia: ¿quién soy?, ¿cuál es mi vocación?

Este retroceso de la razón práctica, esta capitulación del pensamiento ante el sentimiento, por fuerza genera un espacio vital en el que naufragan todas las jerarquías porque todo adquiere un valor subjetivo. Por supuesto, esta ruptura tiene un reflejo político, porque construye una voluntad particular que se traduce en relaciones de poder. La anarquía de la libertad, el libertinaje social, genera un enfrentamiento en el que los principios quedan a merced del más fuerte. Así, sin la verdad de los principios se torna imposible la libertad.