Seguramente fue la Providencia la que hizo, en su infinita sabiduría, que viese el otro día un par de películas con el mismo tema central: dos hombres que se preguntaban qué habría sido de sus vidas si hubiesen tomado decisiones distintas en momentos clave de su pasado. Ciertamente, examinar la propia vida, volver al pasado y escudriñarlo, es uno de los signos de la humanidad que camina. Todos lo hacemos cada cierto tiempo y no faltan los viajeros del tiempo que se esmeran en cristalizar sus mejores sueños en aquello que ya pasó. La literatura está llena de historias como las de las películas con las que me topé el otro día, porque la naturaleza humana conoce el error, cae en las tinieblas, pero también es capaz de encontrar fuerzas en esos momentos sublimes que quedan grabados en el bronce de la memoria.
Supongo que por eso algunos se vuelven expertos en repasar su pasado con la misma vehemencia con que otros se entrenan en el duro arte de la ensoñación. En todo caso, volver al pasado y aprender de él no solo sirve para la esfera personal. ¿Cuántos errores se evitan hablando con los que uno quiere sobre nuestras propias caídas? ¿Cuántas desgracias son esquivadas por los que nos rodean gracias a las lecciones del pasado? Lo que es la historia para los pueblos, maestra de vida, es el pasado para los que examinan en conciencia todo el sendero recorrido. Hay sabiduría en el examen de cada paso que hemos dado. Hay una luz especial en todo lo que quedó atrás.
Por eso, para tener un futuro brillante tenemos que aprender de todo lo que hemos hecho. La tolerancia del verdadero amor nace de la observación sincera de nuestro camino. De allí que el orgulloso, el egoísta, el soberbio no reconozca nunca sus errores, porque es incapaz de abrazar su propia historia.