La historia es la maestra de la vida, decían los antiguos. Y tenían razón. De la historia debemos aprender, porque repetir los errores es condenar al pueblo al subdesarrollo. Si algo necesitamos en el Perú es gobernabilidad, estabilidad, capacidad para fortalecer el Estado de Derecho y así progresar en paz social, sin la absurda guerra civil a la que nos han conducido las facciones radicales.

Ahora bien, ¿cómo fortalecer el principio de autoridad si es la autoridad la que se dedica a salvarle el pellejo a delincuentes convictos y confesos? Eso es precisamente lo que sucedió en el Watergate, el Presidente Nixon cae en desgracia por que asume el papel de encubridor, de controlador, de hombre capaz de estar por encima de la ley. Nadie está por encima de la ley. En países que caminan a trancas y barrancas por el sendero de la institucionalidad, en sociedades altamente corruptas, los políticos, los periodistas, los empresarios pueden estar momentáneamente por encima de la ley, pero en una guerra civil, sus enemigos tarde o temprano encontrarán las fisuras de sus excesos.

En todo esto debería meditar la clase política que piensa, ingenuamente, que no hay castigo a las acciones coyunturales. El desprecio al pueblo solo ha causado ruina y desgracia a mediano y largo plazo. La historia está plagada de esos ejemplos. El camino más corto para la tumba del poder es despreciar al pueblo que se gobierna. Si alguien piensa que se puede engañar al Perú todo el tiempo, encubriendo delitos y salvando a delincuentes, se equivoca y pagará el precio reservado a los soberbios. Como Nixon.