En medio del gran cisma que vive el país, da la impresión de que la vida terminara el domingo 6 de junio. Pero el 7 de junio el país deberá seguir su curso hasta el 28 de julio, cuando empezará el verdadero desafío, dadas las circunstancias.

Gane quien gane, el escenario nacional se presenta complejo. Las celebraciones del bando que obtenga la victoria –al parecer, muy ajustada–deberán tomarse con cautela, pues no es poca cosa lo que se viene. Después de la peor crisis de nuestra historia reciente, y tras una encarnizada campaña electoral, quien gane tendrá enfrente un país dividido cuya otra mitad estará furiosa con su asunción.

Si gana Pedro Castillo, no tendrá mayoría congresal, y eso puede ser tan bueno como malo. Puede ser bueno porque –al menos eso esperamos– se podrán frenar ahí los desquicios estatistas y otras medidas que puedan desbarrancarnos al precipicio. Y puede ser malo porque la frustración de su partido y de los millones que votaron por un cambio radical podría abrir un frente que minaría al gobierno y nos llevaría a una crisis aún mayor.

Eso, sin mencionar el polvorín que significaría una pugna entre los técnicos más moderados que se han subido a última hora a la campaña a Pedro Castillo y los miembros más endurecidos de su partido, los mismos que responden a Vladimir Cerrón.

Si gana Keiko Fujimori, tendrá una oposición radical y ultra no solo en el Congreso y desde el frente político, sino posiblemente en las calles. Fujimori podría disparar otra crisis con el indulto a su padre, que ha prometido hacer; y tendría que hacer malabares populistas para calmar a las hordas que han mostrado su rechazo en el centro y sur del país. Como ya lo han dicho algunos, aquí habría un riesgo de que el país atraviese por lo que han pasado países como Chile y Colombia. La tentación de la mano dura estará ahí.

Será difícil, definitivamente, para cualquiera de los dos.