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Yonhy Lescano siempre fue el rey de la demagogia. Si había que denigrar a una empresa de telefonía, tildarla de abusiva y echarle el estiércol de su sinrazón, allí estaba él, en primera fila, a tiro de cámara y distancia de micrófono. El problema no era que lo hiciera en defensa de usuarios y consumidores, porque excesos y arbitrariedades hay, en todos lados y niveles -más en una economía en la que el mercantilismo florece-, el tema es que Lescano nunca tuvo problemas en agitar su verborrea farisea para hacer populismo, faltar a la verdad y venderse como el adalid de todas las luchas por causas ejemplares. Por eso, ahora que se han descubierto sus insanos diálogos tropicales, su protervo y vergonzoso acoso, su esencia de sexagenario libidinoso y ruin, lo que aflora no es el hombre ampayado en la vileza de su privacidad, no es el personaje descubierto por una travesura impropia y descabellada, ni el ser humano que arrastrado por su instintiva perversión es capaz de admitir el yerro con estoicismo y someterse al escrutinio social desde el lado incómodo pero reivindicativo de la verdad. Lo que aflora desde la ciénaga de su pasado es el ser abyecto, ese que es capaz de culpar a la mujer violentada que no tiene culpa, que pretende pasar de victimario a víctima e inventar el ridículo argumento de la persecución política. El que flota y alega una inverosímil inocencia es aquel que quiere salvar su escaño, sus 14 sueldos y sus gastos operativos a toda costa, con las teorías más alucinadas y aberrantes, y que no tiene reparos en sentar a su esposa -con su insólita complacencia- en la platea de la indignidad y el escarnio público. Ese es Yonhy Lescano, en toda su dimensión.