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A las 20:25 h del 29 de febrero de 1996, cuando faltaban dos minutos para que viajeros y familiares se abracen en el Aeropuerto Alfredo Rodríguez, el piloto Juan Mayta Basurto, descendía vertiginosamente al arenal del P.J. Ciudad de Dios, 8 kilómetros antes de la cabecera de pista, desatando la noche más larga de la aviación comercial .

Eligió ignorar el altímetro, porque estaba convencido de volar a 2900 metros de altura, cuando en realidad surcaba a 2634 por lo que no tuvo tiempo de advertir el error de apostar por un descenso visual, en vez de uno instrumental, justo cuando la noche comenzaba a ser presa de la neblina.

“Dicen que ha caído un avión de Faucett en el Cono Norte”, balbuceó el taxista cogido del teléfono y minutos después la pareja de periodistas llegó con precisión suiza al terminal aéreo, exactamente cuando el vehículo contraincendios de Corpac salía al desierto para ubicar el siniestro.

La sala de espera que pareció estremecerse con el anuncio del vuelo demorado, dejó a todos en parálisis cuando la tripulación de Aeroperú, recién llegada, confirmó el rumor; el avión Boeing 737 de Faucett, el del vuelo 251 con 123 personas, yacía envuelto en llamas en una quebrada del Cono Norte.

El estallido fue indescriptible y a diferencia del causado por el carburante de la aeronave, en medio del páramo, este sí tuvo a quien conmover; padres con el rictus lacrimoso de la desesperación y hermanos e hijos estrechándose atravesados por el dolor, tuvieron unos segundos para abalanzarse sobre el mostrador de Faucett, antes de salir enloquecidos en busca de los que acababan de perder.

Cuando el taxi con los 2 periodistas y el camión bomberil superaron las modestas viviendas de Ciudad de Dios para internarse en el estrecho camino que los condujo a la hondonada iluminada por el fuego, ya eran parte de una caravana que avanzaba rauda en medio de la polvareda.

La columna de vehículos cruzó por lo alto del barranco, lo rodeó y se detuvo frente al siniestro. El olor a combustible y plástico quemado reinaba en el ambiente y unos pasos más allá una gran mancha revelaba el primer contacto de la nave con el suelo, poco antes de girar y estrellarse en posición invertida, contra la otra ladera de la hondonada, instantes previos a la explosión.

El descenso iluminado por el incendio y dominado por el humo y el tufo de las emanaciones pudo, no obstante, revelar la presencia de la cola del avión, casi intacta; una turbina y diversas piezas de la nave; pero también calzado y algunos restos humanos diseminados en un área de casi 300 metros.

Alrededor de las 5 horas del viernes 1 de marzo, el gentío se apoderó de lo alto de la quebrada, mientras que quienes llegaron en primer término, en medio del desorden del día anterior, se retiraban pausadamente por el camino saturado de vehículos inmovilizados por el caos que la Policía controlaba a duras penas.

La macabra tarea de buscar y recoger restos humanos comenzó apenas despuntada el alba. Bomberos, Cruz Roja, policías y soldados, los ponían en bolsas plásticas color naranja entregadas por Fauccet, para subirlos a camiones del Ejército, en los que eran trasladados a la Morgue en medio de las lágrimas de los curiosos que rogaban por los 11 viajeros que quedaron calcinados.

Cerca del mediodía, un cura apoyado por una monja celebraba una misa, desde un portatropas de la Policía Nacional, casi en solitario, mientras la muchedumbre tenía la mirada puesta en el núcleo del siniestro, en los restos del fuselaje y en los muertos; esforzándose para no perderse ni un solo detalle.

El fuego del dolor pareció atizarse nuevamente, cuando alrededor del mediodía llegaron vuelos procedentes de Tacna, con numerosos deudos chilenos y otro de Lima, cuyos ocupantes pugnaban en el lugar del accidente y en la Morgue por tener alguna información de sus muertos, llevando el drama a extremos inimaginables.

La parsimonia fiscal, que tiempo después fue acusada de irregularidades y la serie de trámites sin fin, caracterizaron los días posteriores, mancillando aun más a los familiares, quienes pese al horror vivido volvieron al año siguiente para colocar una gran cruz, lápidas y pequeños monumentos que han convertido el lugar en una suerte de santuario.

La considerada como una de las mayores tragedias aéreas del Perú, borró a Faucett del espectro aerocomercial y acabó con 74 peruanos, 42 chilenos, tres brasileños, tres belgas y un argentino, pero además hizo que el modesto pueblo de Ciudad de Dios, cobrase vigencia en el mundo como un lugar desdeñado por la providencia, como un poblado sin nombre; como una villa infernal.

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