Allí estaban ellos. Gregorio Condori, dirigente campesino de Ocongate, al sur del Cusco, un juez que pedía una alpaca como soborno, y una cámara de fotos que pesaba más que una cría de ganado. Sin pensarlo mucho, Condori pidió prestada la cámara, que pendía del cuello de un fotógrafo alemán, y disparó contra el juez corrupto. El delito había quedado registrado en blanco y negro. Era la primera vez que tomaba una foto. Era la primera vez que sentía el poder entre sus manos. Era 1986.

Cuando Thomas Müller, el fotógrafo alemán que le prestó la cámara a Gregorio, reveló las imágenes, descubrió que contenían algo más que las pruebas para acabar con los abusos de su pueblo. Gregorio, sin saberlo, había capturado la mirada del campesino de Ocongate, pero no desde el punto de vista de un observador cualquiera, sino desde la intimidad de quien sufre y goza en carne propia con esa realidad. En un país golpeado por la violencia, la crisis económica y la ausencia del Estado, una cámara parecía ser la mejor manera de hacer valer sus derechos y demostrar que existían. Müller y su esposa Helga, entonces, decidieron enseñar lo que mejor sabían hacer: tomar fotos.

IMAGEN PARA EL MUNDO

Hasta 1998, los Talleres de Fotografía Social (Tafos) -como fue bautizado el proyecto- se extendieron a Lima, Ica, Piura, Cusco, Apurímac, Puno, San Martín y Junín. Los esposos alemanes enseñaban lo básico: cómo apuntar, cómo disparar, cómo revelar. Y les dejaban cámaras de bolsillo por lapsos de dos, tres y hasta cuatro años. De pronto, comunidades de la selva, campesinos quechua hablantes, trabajadores mineros explotados y jóvenes que crecían entre los escombros de un país destruido, capturaban sus vidas. Eran autorretratos de la soledad, la falta de oportunidades y las consecuencias del terror, pero también de un apego fuerte por las tradiciones, las esperanzas, los sueños y las luchas personales. Ver el reflejo de sus sonrisas en una foto era suficiente para darse cuenta de que no todo estaba perdido. Fotos: Archivo fotográfico Tafos PUCP

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