El adobo arequipeño no es solo un plato típico: es una historia contada a fuego lento, con chicha fermentada, ají molido en batán y pan de tres cachetes. Para Marlene Mendoza, picantera y dueña de la reconocida picantería Ocho Tinajas en Cayma, este guiso es memoria viva de la ciudad y un legado que ha resistido generaciones.
ORIGEN
Según Mendoza, el adobo nació en la zona de Acequia Alta, por donde antiguamente transitaban arrieros, conquistadores y comerciantes. “Ahí llegaban los camiles, las mulas y los ccalas también, buscando descanso y chicha. Todo era pampas, cerros y chacras. Fue en esa zona donde empezó el arte de adobar”, relata.
Antiguamente, el adobo era un estofado rústico con carne de cerdo criado en casa. “Antes no había arroz ni fideos, se comía lo que daba la tierra: trigo, cebada, verduras, melcocha, chancaca. Se guisaba el cuche con lo que había, hasta que con la chicha y los ajíes apareció este guiso único, más sabroso que cualquier estofado de res”, dice.
El plato, tal como lo conocemos, no apareció de la noche a la mañana. Fue una evolución colectiva en los hogares campesinos, donde se usaba lo que había: ajo morado, cebolla de Chilina, pimienta, comino tostado y ají molido a mano. La cocción lenta y la tradición oral terminaron de moldear la receta.
SECRETOS
Doña Marlene comienza la preparación un día antes, porque el secreto está en el marinado. Corta carne de cerdo en trozos grandes, de preferencia el cogote, porque el corte también tiene su ciencia, y la pone a macerar con el concho de maíz de chicha bien fermentada, ají panca molido en batán, ajo, comino, pimienta, orégano y un toque de vinagre. “Nada de licuadora, todo se hace a mano, como antes”, afirma. La mezcla reposa toda la noche para que la carne absorba los sabores.
Al amanecer, tras horas de reposo, la carne ya está impregnada del aderezo. Entonces se lleva a cocción lenta en olla de barro, sin agregar agua, porque el mismo líquido de la chicha y el jugo del cerdo bastan. La olla se tapa bien, y el fuego de leña hace el resto. “Hay que darle tiempo, no apurar, porque el adobo se cuece con paciencia”, explica.
Cuando la carne está tierna, se incorpora cebolla roja en pluma, que al cocinarse le da al guiso un fondo dulce y espeso. Así, el adobo alcanza su punto: con cuerpo, con aroma intenso y con ese equilibrio entre el picante del ají y la acidez de la chicha que lo hace único.
ACOMPAÑANTES
El adobo no se sirve solo. En Arequipa, el acompañante infaltable es el tradicional pan de tres puntas, que representa los tres volcanes tutelares de la ciudad: el Misti, el Chachani y el Pichu Pichu. “Es nuestra santísima trinidad. Con ese pan se migaba el adobo, se compartía en familia, después de ir a misa. Porque en Arequipa se come adobo con el alma limpia”, sostiene.
Mendoza también recuerda el rol de las antiguas “piteadoras”, mujeres que ofrecían té como bajativo. “Ese tecito llevaba canela, clavo, cáscara de naranja, papaya, cedrón, anís. Era el final perfecto después del adobo, no para emborracharse, sino para que la grasita no te haga hipar”, comenta entre risas.
Para ella, el mayor elogio es ver un plato limpio. “Si alguien chupa el platito con el pancito, ese es mi premio. Ahí va mi desvelada, mi batán, mis manos callosas. Cocinar es transmitir amor y enseñar. No importa si tienes o no picantería, si sabes hacerlo con cariño, eres parte de esta tradición”, afirma.
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