Ha sido un total acierto del Congreso que hace pocos días, con 95 votos a favor, 19 en contra y 2 abstenciones, aprobara declarar el 9 de diciembre como feriado nacional no laborable por conmemorarse la Batalla de Ayacucho. Se le da el realce debido a una fecha tan estelar - o más – que el propio 28 de julio, pues como resultado de esa batalla, se dio fin a la presencia de la corona española en territorio sudamericano. Esto nomás basta para que esta fecha trascienda fronteras y se ubique en el calendario de toda América de Sur, por lo menos.

Nuestra frágil y cada vez más empobrecedora educación ha ido escondiendo la historia como materia clave de la formación de los peruanos. Intereses de la agenda globalista han conspirado contra una educación que visibilice el pasado de los pueblos. En este contexto, la batalla de Ayacucho ha sido, como dicen ahora, invisibilizada con el tiempo. De hecho, como anécdota, ayer salí a almorzar y las dos jóvenes señoritas que me atendieron, no me supieron decir qué se celebró en la víspera. Y eso que una de ellas tiene una hermana en el ejército. Me quedé preocupado, pues esos son nuestros votantes de nuestra inmaculada democracia.

Los peruanos hemos tenido que estar bastante entrados en el siglo XXI para reparar en la importancia de esta fecha. Al menos, se cierra el deslucido año del Bicentenario con esta reparadora decisión del Parlamento, que pone a la gesta de Ayacucho en su lugar de preferencia en la marquesina de la historia del Perú. Sin embargo, sería importante que este acto de inicio a una discusión profunda, independiente y desapasionada de lo que significó la revolución independentista sudamericana en general. Lo que significó no solamente con relación a las gestas militares, sino especialmente, en virtud de lo que implicaron las ideas de ese tiempo que sirvieron de base a lo que sería la república que sucedió al régimen virreinal. Quizá encontremos respuestas en el pasado a los acertijos de nuestro presente.