Una niña de cuatro años es raptada y asesinada por un muchacho de quince años. Como si la tragedia no fuera ya demasiado, como si la truculencia no fuera suficiente, luego la madre sale ante las cámaras llorando y aceptando su culpa y los medios complementan la data: estaba tomando y se amaneció en un hotel. Durante las siguientes horas, una horda de indignación prolifera en las redes sociales, por poco y piden que se apedree a la mujer, porque es la culpable, la que merece ser castigada tan igual que el responsable de la muerte de la niña inocente.

Y proliferan también en esas mismas redes los padres y madres ejemplares, tan perfectos y modélicos, pidiendo más palo para ella. Como si no hubiera mayor castigo que perder a una hija y sentirse responsable de esa tragedia, quieren más látigo aún para la mujer de 22 años, quieren que se hunda en un hoyo, que no vuelva a asomar la cabeza.

Y de las redes pasan a la calle, del palabreo a la acción. Van en grupo y quieren linchar a esa madre desnaturalizada que tuvo el pecado mortal de equivocarse y salir a divertirse unas horas, porque aunque tenga 22 años y sea una mujer cuya vida y pesares ignoramos, tiene que ser perfecta y sacrificada. Es más, su propia madre lo dice: que castiguen a mi hija.

Y mientras el ruido de las redes y de la calle clama por ver a esta desgraciada mujer en la horca, el menor que desapareció cruelmente a esa inocente criatura para siempre sigue sin ser ubicado y nadie se ocupa de él. Ni de los cientos o miles de hombres de su edad, más grandes, adultos y adultos mayores que pululan por este país listos para depredar la vida de cualquier mujer de cualquier edad.

Parece que solo esperaran que la madre de la niña se suicidara de tanto acoso. Y que otra vez una tragedia se vuelva a convertir en un espectáculo malsano.

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