En la última semana ha cogido tracción la frase “¡renuncia, Castillo!”. De hecho, de acuerdo con la encuesta de IPSOS difundida el último domingo, el 63% de peruanos cree que el presidente debe renunciar y no continuar su mandato hasta el 2026. Me incluyo. Yo también quisiera que renuncie. Sin embargo, las cosas no son tan simples. Al fin y al cabo, el voto de los peruanos llevó a Castillo al sillón presidencial, ¿por qué habría de irse -voluntariamente- tan solo 8 meses después? Habría que ser ingenuo para pensar que es fácil lograr que alguien deje el poder.

Desde el Congreso las cosas no son más fáciles. No hay los votos para vacarlo. El último jueves se votó en el Legislativo una moción para exhortar al presidente a renunciar (es decir, una moción declarativa sin ninguna implicancia práctica) y tan solo 61 congresistas votaron a favor. En una votación real, se necesitarían 87 votos para vacar al presidente. Es decir, el Congreso no está ni remotamente cerca de llegar a un escenario en el que se vaque al presidente. Al final, no importa la gravedad de lo que se le imputa. Si no hay votos, no hay vacancia. Así de simple.

La lamentable realidad es que estamos en un callejón sin salida. Incluso si en un futuro Castillo terminara por renunciar, ¿qué habrá cambiado? ¿qué les hace pensar que los peruanos emitiríamos un voto distinto -mejor- al voto que emitimos el año pasado? Tendríamos nuevos gobernantes, sí, pero con nuevos problemas.

Lo que necesitamos son grandes reformas que trasciendan el mandato de quien las implemente. El reto que tenemos por delante es mucho más grande de lo que creemos. Va mucho más allá de sacar a Castillo. ¿Acaso estamos a la altura?