Algunos llevamos mucho tiempo advirtiendo lo peligroso que significan las opciones radicales de ambos lados del espectro político en el país. Que impongan sus agendas y obtengan poder es lo que nos tiene en esta situación. En el Congreso nuevamente se han puesto de manifiesto posturas de esa naturaleza que han hecho que se alargue el debate del adelanto de elecciones. Grupos de izquierda y de derecha que no creen en el diálogo ni conciben la política como una necesidad de puntos de consenso, sino como un disco rayado de consignas dogmáticas y que, lo saben, no tiene apoyo, pero responden a sus intereses sectarios. Es como insistir en el desastre una y otra vez.

Es lo que también ocurre en estos días con las protestas. Por un lado los vándalos y delincuentes que no buscan protestar sino sembrar el caos y atentar contra la propiedad, empañando así una manifestación que podría ser legítima; y por otro lado están quienes a diario piden bala y más bala para poner en vereda a los revoltosos. No todo es blanco y negro. Existen matices en ambos lados y personas negativas en ambos lados; como posiciones atendibles. La democracia no consiste en imponer a la fuerza una posición. Se puede condenar los ataques de los vándalos en las protestas, y se puede a la vez pedir explicaciones sobre las muertes a causa de las balas de las armas de la autoridad.

Llevamos un quinquenio conviviendo entre el desprecio y odio entre los peruanos por asuntos políticos o ideológicos. Y es tanto así el asunto, que cuando alguien no cae en esas narrativas de extremos y polarización, se le llama “tibio”. No estamos en una guerra civil, aunque haya quienes al parecer la desean todos los días. Está claro que estamos muy lejos de reconciliarnos, pero si no intentamos sentarnos a dialogar y darnos una tregua vamos a terminar despedazándonos todos como nación y como país.