La corrupción en el Perú ha alcanzado un estado de metástasis que toca las altas magistraturas, al punto, que también ha comprometido la institución presidencial involucrada en presuntos delitos de lavado de activos, colusión y cohecho, más como regla que una lamentable excepción. No faltan propuestas jurídicas de reforma, nuevos mecanismos para afrontar tamaña irregularidad en la administración de la cosa pública, observando el problema como un anacronismo de la Constitución de 1993 que no prevea casos cuando el jefe de Estado fuera imputado por graves hechos de corrupción.

Las propuestas de solución buscan resolver los problemas desde la tipificación, propia del derecho penal. Sin duda que una acusación constitucional, suspensión, destitución o vacancia por incapacidad temporal dan inicio a una defensa penal ante una inminente acusación y denuncia fiscal por la falta cometida, pero antes de ello debemos tomar en cuenta las garantías y prerrogativas constitucionales durante el ejercicio del mandato presidencial. En primer lugar, recordemos que el jefe de Estado es un irresponsable político, por eso sus actos son nulos si carecen de la firma de un ministro que asume la responsabilidad (refrendo). Segundo, goza de una prerrogativa para no ser acusado durante su mandato salvo por los casos expresamente señalados por la Constitución (artículo 117 CP), que responde a la idea de preservarlo de la judicialización de la política salvo cuando la falta cometida sea producto de una inconducta presidencial, cuya responsabilidad resulta tan personal como intransferible a los ministros del gabinete (incisos 2, 4, 5, artículo 113 CP). El primer momento es político traducido en acusación constitucional, renuncia, suspensión o vacancia; el segundo jurídico, de consecuencias penales y reparación civil. La Constitución contiene principios y reglas para saber gobernar, los ciudadanos deben conocer y saber elegir a sus representantes. No siempre aciertan.