El centralismo, a primera vista, favorece a Lima. En una concepción desarrollista de centro-periferia, de juego de suma cero, donde lo que gana uno lo pierde otro, la Capital, en apariencia, se ha beneficiado del centralismo, en detrimento de las provincias. Pero en realidad, ha sido al revés, en buena medida. Lima ha pagado la cuenta de ese centralismo al tener que albergar a la tercera parte del Perú, en tan pocos años y como resultado de una migración acelerada desde la segunda mitad del siglo XX, que la llevó al colapso de su infraestructura y servicios públicos. Hasta volverla incompatible con una ciudad que la gente pueda disfrutar, sino solo padecer al tratar de sobrevivir a ella. La tugurización de Lima fue el precio a pagar por albergar a nuestros compatriotas migrantes que huían de la pobreza y/o del terrorismo. Lima se hizo así Ciudad – Estado. Y la descentralización, una urgencia compartida por los limeños, aunque no se dieran cuenta. Por desgracia, esa descentralización es débil aún.

Todo esto deviene en la ausencia de conducción orgánica del proceso de descentralización. La desaparición del viejo Consejo Nacional de Descentralización unida a la ausencia de partidos políticos de fuste y de arraigo nacional, dejó sin rumbo la conducción de la descentralización como política pública de largo plazo. Porque si desde la esfera pública faltó la conducción debida, los partidos políticos no asumieron ese reto y se negaron a tomar el testigo. Más fácil era concentrarse solo en hacerse del poder.

Las elecciones de mañana – las sextas de lo que constituye el primer proceso de descentralización del siglo XXI - tendrán, como rasgo distintivo, la casi total ausencia de los partidos consolidados. Para muestra, el botón de las elecciones para la alcaldía de Lima, donde no hay un solo partido de trayectoria amplia. En las elecciones de 2002, el APRA ganó en ocho jurisdicciones a nivel nacional. Para atrás, como el cangrejo. Peor, imposible.