La degradación política y moral del Congreso está alcanzando límites insostenibles y los recodos de transparencia o de casos en los que se ejerce con dignidad ese cargo son cada vez más escasos. Al menos, en la gestión pasada, una figura como la de José Williams Zapata le dio cierta prestancia a la figura del presidente, pero ahora esa función en manos de Alejandro Soto genera repudio por el descaro con el que este impresentable personaje se defiende del tráfico de influencias acometido para beneficiarse con una ley con nombre propio. Si el Parlamento, por razones de acuerdos antelados, mantiene a Soto, el daño será irreparable. Será una dosis más del torrente de veneno que corre por las venas de ese poder del Estado y que lo hacen el peor del continente y, quizá, uno de los peores del mundo. Otros hechos, como designar a Darwin Espinoza, investigado como uno de “Los Niños”, vocero de Acción Popular o el desprecio que Digna Calle muestra por su curul y sus electores son piezas de un rompecabezas del horror, que tiene su génesis en la gigantesca descomposición de los partidos y su descomunal ausencia de valores. No es una exageración decir que casi como el Tren de Aragua, los partidos se han convertido en organizaciones criminales que apelan a todo, incluso a la corrupción, para llegar al poder y una vez allí seguir corrompiéndose. El caso de “Los Niños” es emblemático y todo lo que día a día se va conociendo nos instala en un escenario grave que representa, en buena cuenta, no solo el envilecimiento de la ética pública sino la podredumbre moral en la que se desenvuelve la sociedad. Tal vez, entonces, sea falso decir que el Congreso no nos representa. Tal vez, tristemente, es posible que nos represente más de los que creemos y tanto como nos merecemos. Tal vez, en todas las esferas y ámbitos, hay un Alejandro Soto encubriendo una estafa.