En la víspera, ha dimitido el primer ministro del Líbano, Hassan Diab. Por la tensa situación en el país, era cuestión de horas ese desenlace. En efecto, la crisis que ha seguido a las dos explosiones en el puerto de Beirut, que ha dejado 167 muertos, más de 6000 heridos y más de 300 mil familias sin hogares, no pudo ser contenida.

La población libanesa, con la ira acumulada, no quería nada a cambio y por eso todo el gabinete ha debido renunciar. Lo que debe seguir son elecciones anticipadas en un país árabe definido esencialmente como confesional en la medida que en el suelo de los históricos fenicios del mundo antiguo, el poder es repartido por las denominadas cuotas, es decir, el cargo de presidente lo ocupa un cristiano, el de primer ministro, un musulmán sunita, y el de presidente del Parlamento, pues recae en un musulmán chiita. Sunitas y chiitas, constituyen las dos grandes divisiones del Islam, que siguieron a la muerte de Mahoma, en el 632 d.C. Líbano es un país del Medio Oriente que sigue haciéndose añicos.

El gobierno defenestrado por las calles -apenas tenía 6 meses en el poder-, siguió a otro que cayó en octubre de 2019. Impactados por la pandemia del Covid-19, y con una economía asfixiada por la hiperinflación y, además, con una de las deudas más ciclópeas del planeta -alrededor de 76 millones de euros-, de los más de 6,6 millones de habitantes que tiene este país, cerca de 4,5 millones, se encuentran en una compromisoria situación de pobreza.

No se escucha nada de las reacciones del fuerte movimiento Hezbolá que en el pasado conflictual con Israel, pues ha tenido un importante protagonismo. Como primera e inmediata tarea, el Líbano deberá superar esta grave situación política y social que está arrastrando y ello pasará, necesariamente, por hallar la única verdad que hoy no se conoce sobre las causas u origen de las dos fortísimas detonaciones.