Es fácil reconocer que estamos viviendo bajo un nuevo orden mundial que intenta imponerse desde la caída del Muro de Berlín. Este nuevo orden promueve el relativismo evanescente, la posmodernidad que reniega del absoluto y la ambivalencia en los principios. Tras la destrucción material de la utopía comunista y el colapso de los socialismos reales, el nuevo orden mundial se presenta ante la humanidad como el depositario de una novísima utopía: la utopía de la posverdad.

Este nuevo orden mundial es transversal a la dialéctica izquierda-derecha, pues a él pertenecen tanto partidos socialistas como partidos liberales. La construcción de una democracia relativista es su fin político y para ello no dudan en infiltrar organismos internacionales que intentan difundir esta perspectiva global entronizándola como el único referente institucional. Se trata, pues, de un nuevo totalitarismo del pensamiento, una dictadura encubierta que busca que la sociedad abrace una civilización pos-cristiana porque identifica en el cristianismo a su verdadero enemigo, el último referente del Absoluto trascendente, la vía que dota de sentido al materialismo de nuestro tiempo.

El nuevo orden mundial tiene representantes políticos muy concretos. Líderes de carne y hueso. Su entraña relativista permite que ideologías disímiles se unan en pos de objetivos comunes. Tanto la antropología liberal como la socialista colocan en el centro de la política a una especie de superhombre que define el bien y el mal. La libertad del socialista (todo vale para la revolución) encuentra en el liberal un referente (todo vale para mi satisfacción). Este punto en común es crucial para comprender la alianza táctica entre los socialistas y los liberales de todo el planeta. El nuevo orden mundial es más peligroso que el totalitarismo comunista porque ataca la raíz de la verdad: la familia. Lo que el Estado marxista pretendió erradicar con armas el nuevo orden busca infectar con ideologías.