La excarcelación del expresidente Alberto Fujimori por disposición del Tribunal Constitucional (TC), que a su vez ha validado el indulto dado por el exmandatario Pedro Pablo Kuczynski en 2017, debería cerrar un capítulo de rivalidad, odio y revancha que no ha hecho más que enrarecer el ambiente político y afectar el desarrollo del país, todo esto a pesar que el fujimorismo dejó el poder hace 23 años.

Fujimori ha cumplido 16 años de una condena de 25 años que le fue impuesta en base a una cuestionada figura penal de la “autoría mediata” por los horrendos crímenes de Barrios Altos y La Cantuta. También ha sido sancionado por los evidentes actos de corrupción de su régimen que nadie puede negar.

Pero no se puede dejar de lado la validez de un indulto que es potestad constitucional del jefe de Estado, de acuerdo al ordenamiento jurídico de un país soberano como el Perú, más allá de la opinión de la politizada Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que para este caso siempre muestra una celeridad pocas veces vista en sus normalmente paquidérmicas actuaciones.

Es verdad que la excarcelación otorgada por Kuczynski casi en la Nochebuena del 2017 fue moneda de cambio para evitar su vacancia, por lo que meses más tarde el exmandatario pagó las consecuencias políticas de todo esto. Sin embargo, jurídicamente el indulto siempre fue válido, especialmente si se trata de una persona enferma de 85 años que ha pasado década y media tras las rejas.

La salida de Fujimori debería ser un buen motivo para bajar la tensión política, dejar los odios viejos y pensar más en el trabajo por el bien de los peruanos más necesitados.

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