Hace dos columnas escribí que el principal problema del país es, con creces, la inseguridad ciudadana. No descubría nada nuevo, por supuesto, ni añadía algo a la percepción de desolación, temor y miedo que experimentan cada día millones de peruanos al salir a las calles, al abrir un negocio o al recibir un mensaje amenazante de los miserables que han tomado el país por asalto.

El Perú nunca fue un país seguro, pero la situación de riesgo que vivimos por años con el terrorismo y, luego, con el crimen organizado se ha incrementado en los últimos años por la migración de delincuentes venezolanos y colombianos, por la práctica extorsiva como un mecanismo de obtención de dinero fácil, por la impunidad del sicariato y la poca y nula capacidad de la policía en este combate que va perdiendo inexorable y trágicamente cada día.

Es en ese contexto de urgencia nacional que queda más expuesta la incapacidad del Gobierno representada por tres responsables directos: La presidenta Dina Boluarte, el premier Alberto Otárola y el ministro del Interior, Vicente Romero. Sobre la primera, habría que decir -después de su discurso en las NN.UU.- que no es suficiente con ser la primera mujer presidenta del Perú, ni ser quechuahablante o andina para merecer el cargo que ostenta: Hay que demostrar capacidad y no la está demostrando. Sobre el segundo, que sus reflejos tardíos para anunciar la declaratoria de emergencia en tres distritos del país se percibe como una medida necesaria, pero desesperada e improvisada y para la cual -ha reconocido- no tiene un plan. Sobre el tercero, es más que evidente que la situación lo rebasó y tiene que irse.

Por decoro, Romero debería renunciar pero si no es así,  el Congreso está en la obligación de censurarlo. Los crecientes hechos de sangre que cada día comete  la delincuencia sobre las aceras de ciudades sitiadas por el crimen son proporcionales a su cada vez más evidente y vertiginosa incompetencia.