El Perú es un país tan desigual que la pandemia del coronavirus lo ataca de manera distinta. Hasta el virus este parece discriminador. Decían muchos que se trataba de una enfermedad democrática, y sí, es cierto, todos estamos expuestos a ella; pero ataca de manera especial a los que peor viven, a los últimos de la fila, quienes no pueden darse el lujo de hacer cuarentena durante dos meses o seguir trabajando desde su casa, con una laptop o una Mac, quienes viven sin servicios básicos y hacinados en cuartuchos.

Y ese quizás haya sido el mayor error del gobierno: no mirar esas diferencias, ese abismo, esos dos países que conviven en uno de manera irreconciliable. Ese país que aún no logra ser nación, como tan bien lo describiera Arguedas. Por eso las autoridades se rascaban la cabeza -como quien no entiende nada- cuando veían las colas para el cobro de los bonos, las aglomeraciones clamorosas en los mercados populares, el lleno total de los micros, la gente en las calles desesperadas por llevar el pan a su casa.

Es difícil dar respuestas satisfactorias para un país que lleva décadas desestructurado, partido y sumido en la informalidad. Esa característica tan alabada y celebrada, el perfil del emprendedor todo terreno, el emprendedor mil oficios, el que vende por aquí y por allá lo que haga falta, el recurseo y el ingenio al margen de la formalidad; digámoslo claro, todo esto ha sido también nuestra ruina a la hora de enfrentar la pandemia. Millones cuyas economías no están bancarizadas, cuyos registros de su actividad con su nombre no existen, ¿cómo podían honrar el quédate en casa? Así, el bono del Estado con ese nombre terminó siendo una cruel ironía.

La nueva normalidad tendría que tirarse abajo toda esa vieja normalidad tan peruana. Caso contrario será muy difícil vencer al coronavirus. No queda otra salida.

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