El anuncio de medidas de reforma migratoria que acaba de lanzar el presidente Barack Obama hay que leerlo con calma, sin emociones súbitas. En primer lugar, el debilitamiento y desgaste de su gobierno y de él mismo se han visto reflejados en la reciente derrota en el Congreso, cuyo control ha perdido el partido Demócrata.

Obama llenó de expectativas a la inmensa cantidad de indocumentados en el país. Los hispanos votaron en bloque por el primer presidente negro en la historia de los Estados Unidos de América en el entendido que, siendo hijo de migrantes, asumiría una actitud solidaria con la tragedia de muchos foráneos de vivir en condiciones jurídicamente irregulares en un país que no es el propio. Las medidas que acaba de lanzar tendrán que pasar por el filtro del Congreso, donde los republicanos controlan todo y eso significa que no todo está asegurado para los cerca de 5 millones de ilegales, la mitad de los que habría en el país. El principal efecto de la medida será que las deportaciones -que fue una práctica demócrata durante los últimos años- tendrá una curva descendente en aquellos indocumentados que llevan más de cinco años en el país y que tienen hijos que son ciudadanos o residentes legales, y que puedan demostrar que llevan en el país desde antes del 1° de enero de 2010. En todos estos casos, no deben contar con antecedentes criminales. En virtud de este paquete de medidas, los que cumplan los requisitos podrán obtener un permiso de trabajo. Los que no estén aquí considerados, como es el caso de los recientemente llegados al país, se volverán sumamente vulnerables, pudiendo ser deportados en cualquier momento. Obama de esa manera quiere recuperar algo de aliento, pero no será fácil.