Es cierto que el gobierno de Dina Boluarte actúa, muchas veces, con una torpeza descomunal y que parece ser su propio enemigo. Su último desacierto ha sido la convocatoria del radical grupo La Resistencia por parte del Ministerio de Cultura en el marco de una política de puertas abiertas para escuchar, según esta perspectiva, a las voces disidentes, díscolas y refractarias al diálogo como mecanismo de persuasión y acercamiento entre opositores políticos. El error, no obstante, se ha agravado por las municiones que el Gobierno le ha dado a sus opositores, que toman el yerro como un arma para disparar las ráfagas de su virulencia a un régimen que quieren ver ultimado y al que no le perdonan las muertes ocasionadas en las protestas “sociales” que, de “sociales” no tuvieron nada. Son, y es lo paradójico, los mismos sectores que guardaron los rifles y escondieron las cacerinas para sacar una bandera blanca ante la violencia irracional que arrasó con aeropuertos, mineras, sedes del Poder Judicial y la Fiscalía, y con decenas de edificaciones públicas y privadas vandalizadas por el terror y el odio, con intereses subalternos y con el fin supremo de socavar la democracia. ¿Se sintió entonces esa misma gritería? ¿Fue homologable la reacción? A esos violentistas se les intentó convocar a un diálogo para conocer sus reclamos y demandas, pero como siempre priorizaron su radicalismo y encono en vez de realizar un esfuerzo para ayudar a la atmófera de paz que con tanta urgencia necesita el país. El acercamiento se condena dependiendo de con quien se haga. Tal parece, entonces, que todo vale para tumbarse al Gobierno y que La Resistencia es a aceptar que no existe un pensamiento único y que no siempre se puede tener ideológicamente tomadas las riendas del poder. Por eso los áulicos se multiplican. No quieren a Boluarte, ni a Patricia Benavides, ni a Javier Arévalo ni al TC. Ellos quieren a Vizcarra, a Zoraida, a San Martín y a Eloy Espinosa-Saldaña. En el fondo, esa es la razón de su protesta. 



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