La extradición de Alejandro Toledo es una buena noticia para la justicia del país. Tras el grave error de permitir su fuga, el tedioso proceso de extradición por fin rindió sus frutos y el expresidente pudo ser entregado como corresponde: Enmarrocado y vencido. Tres expresidentes de la República en prisión no es algo de lo que puedan vanagloriarse muchos países en la paradoja que, siendo un acto de justicia en sí mismo, es también la demostración de que el cáncer de la corrupción que destroza el país ha hecho metástasis partiendo desde la cabeza misma de la República. En el caso Toledo, no obstante, deben aclararse un par de aspectos que debieron cambiar el curso de este proceso. El primero es cómo se filtró la información de que se iba a solicitar su prisión preventiva cuando el caso estaba a cargo del fiscal Hamilton Castro, delación que permitió su fuga en 2017. Lo otro es por qué la extradición se empantanó durante el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, a tal punto que se demoraron meses -como lo denunció Correo en su momento- en contratar a un abogado que represente al Perú en Estados Unidos. Por todo ello, y volviendo a la actualidad, debería ser un objetivo fundamental del sistema de justicia que a Toledo no se le otorgue arresto domiciliario. Un acto de esa benevolencia con alguien que se burló de las investigaciones, fugó y recurrió a decenas de estratagemas para contrarrestar su devolución forzosa al país dejaría en el ambiente una sensación de impunidad que afectaría la imagen del Poder Judicial y el Ministerio Público. Por eso llama la atención que salgan voces como las de Juan Sheput, Carlos Almerí y Doris Sánchez a apuntalar esta descabellada idea. Tan descabellada como pensar que Perú Posible, una cáscara partidaria repleta de improvisados, pueda reconstituirse aprovechando, precisamente, la llegada de Toledo, es decir, del mísmisimo cabecilla de la organización.