El TC acaba de emitir un fallo histórico, justo y necesario al ordenar la libertad de Alberto Fujimori y desacatar así el mandato de la Corte-IDH que, basado en sus prejuicios ideológicos, busca mantener encarcelado al expresidente. Algunos remanentes opositores, seguramente, dejarán destilar su persistente odio a quien derrotó a SL y al MRTA y ordenó una economía devastada por el primer gobierno de Alan García pero que, ciertamente, acometió un golpe de Estado y actos de corrupción inobjetablemente comprobados. Sobre estos hechos, tras 16 años en prisión, podría considerarse que AFF ha pagado sus delitos pero son, a su vez, estos los únicos por los que tiene que pagar pues nunca se demostró judicialmente que los asesinatos de Barrios Altos y La Cantuta hayan sido ordenados desde Palacio. No hubo pruebas entonces, no las hay hasta ahora, pero lo que sí existió fue una presión incansable de la izquierda, de ONGs de derechos humanos, de la CIDH y de una justicia politizada por la impronta sesgada del juez César San Martín. Con una burda estrategia jurídica, y ante la elocuente falta de pruebas, San Martín apeló a figuras inexistentes en el sistema jurídico peruano como la autoría mediata o la teoría del dominio del hecho. Con ello, se pretendió argumentar que como AFF era el jefe del Estado y el máximo responsable del Gobierno, tenía que estar al tanto de todos los estropicios del Grupo Colina. Nada de eso se pudo demostrar. Según narra Ricardo Uceda en Muerte en el Pentagonito, un ebrio Santiago Martin Rivas fue el responsable de ordenar la matanza de La Cantuta. Si la sabemos aprovechar, tras años de polarización, la libertad de Fujimori le puede dar al país la gravitante oportunidad de una reconciliación tozudamente postergada.

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