La decisión del gobierno de Colombia de negar la expulsión de Sergio Tarache no debería sorprender a nadie en el Perú que conozca la calaña de su presidente, Gustavo Petro. Porque Petro es -hay que decirlo- un genuino representante de la izquierda continental y mundial. Fue destituido como alcalde de Bogotá y salvado, qué casualidad, por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Antes, en 1978, cabe recordar, se convirtió en un subversivo del terrorista M-19, que dos años antes, en 1976, ya había secuestrado y asesinado al líder sindical José Raquel Mercado, por una supuesta traición. El propio Petro ha reconocido que empuñó el fusil y recibió preparación militar por esos años, pero el romanticismo que algunos de los simpatizantes de esa izquierda nauseabunda siempre quiere hacer prevalecer se derrumba con la serie de hechos que perpetró el M-19 años después. En febrero de 1980 asaltó la embajada de República Dominicana y tomó varios rehenes, pero eso fue apenas un ensayo para lo más brutal y descalificador de este grupo delincuencial que fue la toma del Palacio de Justicia, en 1985, en el que murieron 98 personas y 11 permanecen como desaparecidas. Las versiones de una alianza con el Cartel de Medellín, de Pablo Escobar, para perpetrar este execrable acto han corrido desde entonces. De modo que el que ahora Petro anuncie con bombos y platillos un relanzamiento de las relaciones con la dictadura de Nicolás Maduro y se alíe al sátrapa o niegue la expulsión de un asesino y feminicida como el venezolano Sergio Tarache no debería ser una sorpresa para nadie. Lo que sí debería sorprender es cómo el elector colombiano se dejó seducir por un maleante de este nivel y un tipejo de esta estofa que más temprano que tarde socavará sin contemplaciones su democracia. El modelo colombiano, tan imponente y rotundo por tantos años, amenaza con desplomarse ante el vil sujeto que ha tomado las riendas del país y al que lógicamente no tiene por qué importarle proteger a un delincuente que se parece tanto a él.