Por todos es sabido que el Estado ha sido construido para emplear la violencia legítima, garantizar el orden y alcanzar el bien común. El Estado es un instrumento al servicio de la población, existe para el pueblo, por el pueblo y desde el pueblo. Cuando este axioma político-social se tergiversa, el Estado puede transformarse en un peligroso Leviatán sin frenos y contrapesos capaz de amenazar la libertad de las personas en busca de una ficción impersonal igualitaria y peligrosa. No son pocos los que aspiran a un Estado de esta naturaleza. De hecho, sendas ideologías totalitarias de los últimos siglos (nazismo, comunismo, etc.) han demostrado la entraña tiránica que puede apropiarse de la maquinaria estatal, generando terror, destrucción y el ocaso de la libertad.

Si la tiranía es un mal probable, el polo opuesto, la anarquía, también es un mal implacable. La ausencia de poder genera caos y la ineficiencia y la falta de control producen el desorden y la impotencia civil. Cuando el organismo estatal se estrella con sus propias limitaciones, la sociedad se activa y busca los caminos que aseguren la supervivencia del pueblo. La violencia, sin garante real, retorna a la entelequia del pueblo soberano y entonces el Estado decae porque las ficciones legales sobre las que fue construido se debilitan ante el avance de la realidad.

Ese es el gran peligro al que se enfrenta el país. Si el Estado es incapaz de mantener el orden y no puede garantizar los servicios básicos la nostalgia por la anarquía crecerá, aumentando la vieja pulsión revolucionaria que tanto daño nos ha hecho. Grave responsabilidad la del gobierno y duro momento para el país.